- Circe publica la biografía de la pintora, poeta, modelo y musa mexicana Carmen Mondragón.
Nahui era distinta a todas. Educada por una madre “clasista, durísima, estricta, formalista, conservadora en extremo”, creció creyendo que la rebeldía, incluso el escándalo, era su obligación. Y la mantuvo hasta sus últimos días. Era en los años veinte la mujer más bella de la ciudad de México. Y ahí murió, en la miseria, caminando por San Juan de Letrán y vendiendo las fotografías de sus desnudos de juventud a cualquier precio para comer y alimentar a sus gatos. Así inaugura sus páginas Nahui Olin, La mujer del sol (Circe), de Adriana Malvido.
Nahui Olin es un nombre azteca que designa el poder con el que el sol hace girar a los planetas, es “el cuarto movimiento” renovador de los ciclos del cosmos. Con ese apodo llamaron a Carmen Mondragón (1893-1978), pintora, poeta, musa y modelo, nacida en una familia de ocho hermanos -el menor, de nombre Napoleón- una de las mujeres mexicanas que marcaría las primeras décadas del siglo XX .
Su sensualidad quedó registrada en los murales de Diego Rivera y en la obra de su amante (quien la bautizó como Nahui Olin) el pintor Dr. Atl (Gerardo Murillo) que recordaba así la primera vez que la vio en un salón: “Caí en este abismo instantáneamente, como un hombre que resbala de una roca y se precipita en el océano. Atracción extraña”.
Porque, como señala la escritora Elena Poniatowska, Olin “no sólo era un rayo verde sino una mujer culta que amaba el arte, discutía sobre la teoría de la relatividad, tocaba el piano y componía, sabía juzgar una obra de arte y creía en Dios”.
Su “mirada de fuego, el abismo verde” se encuentra en las fotografías que le hizo Edward Weston, amante y mentor de Tina Modotti. A los diez años Carmen ya hablaba francés perfectamente, mostraba una sed de aprendizaje insólito y soliviantaba con sus ideas a sus maestros.
Escribía una de las monjas que la educó: “Había en esa niña un sentimiento extraño de desesperación por haber venido a este mundo, la opresión de las cosas terrenales, incapaces de comprender su talento”. Publicados en 1924 bajo el título A dix ans sur mon pupitre, textos de esa niña: “el universo es demasiado pequeño para llenar mi espíritu”. Una década después realizará una exposición de pintura en el hotel Regis y publicará Energía cósmica.
Antes de cumplir los diecinueve y a pesar de su negativa, la casan con un cadete (“o boda o convento”, advierte su madre). Se embarcan rumbo a París, donde conocerá a Picasso, Braque y Matisse, a Salmon y Cassou... y es allí donde empieza a pintar aunque no cristaliza su vocación hasta conocer al Dr. Atl.
Adriana Malvido (Ciudad de México, 1957) rescata a esa Carmen Mondragón (Tacubaya, 1893-1978) , una mujer a quien hicieron pagar su osadía, libertad, arte y belleza cuando la etiquetaron de loca. Al llegar con su esposo a México, en 1921, Carmen se separa; quiere divorciarse pero sus padres no se lo permiten. Inicia allí su relación con el Dr. Atl (parte de su volcánica correspondencia, entre 1921 y 1926 se publica en el libro). Sin embargo, Malvido aventura la hipótesis de que no hubo en la vida de la pintora mexicana figura masculina más importante –algunos sugieren una relación incestuosa– que el general Manuel Mondragón, su padre.
Como modelo, se la disputan. En 1922 Diego Rivera necesita modelos y su hija Lupe Rivera Marín, elige a varias amigas. Un grupo que “rompen con el patrón de la severa educación porfiriana, pues aunque pertenecen a familias distinguidas, deciden incorporarse a la vida artística”, explica. Son Lupe Rivas, Dolores del Río, Palma Guillén y Nahui Olin. Nahui será una de las dos mujeres que figuren en el sindicato de la Unión Revolucionaria de Obreros, Técnicos, Pintores, Escultores y Similares. Forma parte del comité ejecutivo del Partido Comunista.
Durante mucho tiempo ni siquiera existió un criterio cabal para clasificar a una mujer de esta naturaleza, lo que Malvido contrastó con familiares y amigos de Nahuin. Tanto se obsesionó con esta biografía que su esposo le decía: “Estás ennahuizada”, “Cuando ya casi nadie recordaba a Nahui Olin, Carlos Payán ya estaba hechizado con el retrato que le hizo Edward Weston y que, desde hace diez años, conserva en su escritorio. Ahí empezó todo”.
En 1941 Nahui expone en el Palacio de Bellas Artes. Después inicia su camino al silencio. “De que Nahui tenía el mar en los ojos no cabe la menor duda”, explica Poniatowska, quien cuenta (y si alguien conoce a las mexicanas más relevantes de todos los tiempos es ella) que, al final de su vida, Nahui intensificó su culto al cuerpo. “Se compraba tres vestidos iguales de distintas tallas para cuando adelgazara”.
Para Tomás Zurián, reconocido restaurador de arte, investigador de la obra de la pintora, la de Nahui Olin “fue una mentalidad ubicada en la modernidad y esos elementos por los que la sociedad se avergüenza de ella se deben al sentido de libertad que vislumbró más que otros de su época”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario